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Nada que perdonar, la vida callejera de un autor incómodo
Iván Farías comment 0 Comentarios

J.M. Servín es uno de esos autores molestos mexicanos, uno que se aleja por gusto propio de la idea de ser el intelectual políticamente correcto en las redes sociales o que comulga con las causas sociales del momento. Pero también pone distancia del intelectual borrachín, que con unas pocas lecturas quiere hacerse el contracultural e irreverente. Servín es uno de esos autores criados en la calle, que comenzó su andadura literaria con las historietas y los programas de crímenes en la televisión. Una rara avis en un país en el que muchos escritores presumen sus posgrados y no su narrativa.

El primer tiro que sale de su pluma es la novela corta Cuartos para gente sola, un descarnado libro sobre un misántropo y marginado tipo que ante la desesperación, se ofrece para combatir con un perro de pelea. Este libro fue rechazado por varias editoriales hasta que acabó apareciendo bajo el sello independiente Nitro/Press. Así iniciaría la andadura de Servín, quien centraría su mirada en la calle, en los desposeídos, en sus vagabundos, en la periferia.

En Nada que perdonar, Servín hace algo que es un quiebre con la forma en que se hace narrativa en nuestro país, el contar de primera mano, sin ser autoficción, cómo se hizo escritor. Si bien en un libro anterior —Por amor al dólar— ya había realizado una crónica de su vida como trabajador ilegal en Estados Unidos, Inglaterra y Francia, es aquí que se abre de capa para contarnos sobre su mundo familiar.

J. M. Servín, fotografía de Lulú Urdapilleta en chilango.com

Por ejemplo, entremezclado con crónicas de ladrones, criminales y detectives famosos como Valente Quintana, nos va contando la manera en que el machismo propio de la sociedad mexicana va formando un carácter duro, crudo, agreste entre los hombres. Las constantes referencias a su padre, la manera en que era reprendido por leer, por estar interesado en salir del sitio donde “le tocaba estar”, nos van mostrando el espacio áspero donde el futuro escritor fue haciendo su vida. Su prosa descarnada, alejada de florituras va dejando tras de sí pedazos de existencia en los que se alcanza a sentir sus más fuertes influencias, la cultura negra norteamericana y los escritores de la generación perdida.

Como si la ciudad fuera él, y él fuera la ciudad, cartografía de primera mano cómo se ha ido modificando la urbe a través del tiempo, tomando como referencia los tugurios y antros que visita, donde convive con seres que serían él si la literatura no le hubiera llegado. Servín se apresta a servir como testigo de cómo los indigentes habitan y sobreviven en las calles, cómo la policía cierra vialidades o levanta inocentes, cómo los ambulantes se repliegan y avanzan en un desafío constante a la autoridad o cómo los manifestantes le amargan la vida con sus bailes y basura.

Por otro lado también se encuentran las vicisitudes propias de la escritura. Las presentaciones, las reuniones que casi siempre acaban en alcohol y claro, las nostalgias por las amistades perdidas. El capítulo dedicado a Sergio González Rodríguez, por ejemplo, que lo describe tal cual era, un hombre pequeño, pero que contenía en ese cuerpo menudo una energía que te empujaba seguir con tu trabajo con su famoso grito de Métele, brother.

Servín pelea a la contra y este libro lo constata, no tiene nada por lo cual pedir perdón, pero sí hay mucho por cual agradecerle. Su mirada, su prosa, su vida.

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