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Nada más antiguo, nada más presente, un hijo que habla de su padre
Carlos Priego Vargas comment 0 Comentarios

El mexicano Juan Villoro aborda la relación entre padres e hijos, pero no centra el libro solo en su historia y predicamentos familiares sino que hace un retrato del país donde convoca temas como el exilio y la identidad

Obediente y disciplinado, el consagrado escritor y periodista mexicano Juan Villoro, atendió el llamado mayor de la narrativa nacional y escribió la historia de un padre (el suyo) que no supo (o lo hizo con sus diferentes matices) estar con su familia. Villoro —por medio del Verfremdungseffekt (efecto de distanciamiento) propuesto por Bertolt Brecht— cuenta la singularidad de su padre, Luis Villoro, desde la normalidad que tuvo para sus hijos, «asumiendo, desde luego, que toda normalidad es imaginaria», señala el escritor quien no es el primero en cumplir con este propósito: voltear la mirada al padre, y tampoco es la primera vez que lo hace  —ahí están, por ejemplo: El libro negro, Safari accidental, El filósofo declara, Cremación, La desobediencia de Marte, Arrecife, La tierra de la gran promesa o Materia dispuesta— aunque, cuidando de no caer en el chisme, la historia íntima o la confesión no pedida. Además, Villoro huye del ajuste de cuentas o la hagiografía y construye un libro anfibio, una obra como el cometa Utopía: irrealizable al momento de capturar totalmente al biografiado, pero que al avanzar en esa dirección crea una dinámica social realmente interesante y logra un retrato de México donde convoca temas como el exilio y la identidad. Esta nueva empresa que el cronista comenzó a los 65 años de vida dio como resultado La figura del mundo (Random House, 2023) donde somos testigos de un mundo inmenso construido de temas y de anécdotas. Una historia de desilusiones y desencantos.

Conozco a Villoro por obras como: La tierra de la gran promesa (Random House, 2021) y El testigo, la novela que lo dio a conocer como Premio Herralde en 2004 y brinda una prueba de que es uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.

Ciertamente tuve que leer La figura del mundo dos veces, será por la manera en la que escribe (al igual que otros autores como Martín Caparrós, Villoro más que crónicas escribe textos atmosféricos) y añadiendo que dibuja perfectamente a sus personajes con una extraordinaria economía de medios como la caracterización que hace de su padre: «Su contacto con la naturaleza y la realidad eran efímeros. Su mundo dependía de los libros».

Consciente de lo fácil que puede resultar escribir una biografía mediocre —de la que está a millas de distancia—, el autor se mete en los terrenos de un género tan socorrido y con frecuencia degenerado en algo peor, la biografía novelada, refugio, salvo contadas excepciones, como es la suya, de quienes creen mitigar la pereza de la información y suplir lo imaginario con información apenas depurada.

Esta vida de falta, la de Luis Villoro, marcada por la pérdida de su país y por la constante necesidad de aprender a ser mexicano, es narrada por Villoro recurriendo a un estricto desorden apoyado de la memoria, las pláticas y la revisión de distintos documentos familiares. El narrador da comienzo a la obra con los recuerdos de infancia junto a su padre en la casa que compartieron en el barrio de Mixcoac, da relieves de su primer día de clases, insiste sin demasiada gracia en las clases de dibujo que su padre tomó en los años veinte del siglo pasado con Joan Miró como instructor, y se entretiene —nunca demasiado— en sus pobres intentos por acercarse a su padre (casi siempre llegados a mal puerto) a partir de formular preguntas. Acaso esta vida de un hombre «contradictorio, como todos los que no son santos», a mi entender bien lograda, destaque como prueba de los problemas formulados por Villoro, a saber:

1) El ya advertido distanciamiento del ajuste de cuentas a través de la indiscreción; 2) ¿cómo hacer libros sobre intelectuales y más aún cuando se trata de la figura paterna que «ante las variadas aventuras de la inteligencia valoraba, por encima de todas las cosas, la capacidad de buscar un trazo esencial, un dibujo capaz de definir la inestable “figura del mundo”?

Juan Villoro, con tino y valentía, se reconoce empapado por la historia y se sumerge en una época que va desde el exilio español, el turbulento 68 mexicano, hasta el zapatismo en el 94, de eso va el problema número 3: no se puede escribir de alguien como el filósofo, profesor y diplomático español como una persona que tomó ciertas decisiones en momentos muy determinados por motivos muy diversos y con consecuencias dispares, una persona atada a un tiempo y un lugar concreto, sin contextualizar el tiempo que le tocó. En este sentido los ojos y la memoria de Villoro se convirtieron en una cámara que tomó fotografías de las últimas seis décadas de México y sus anécdotas son mensajes que tratan de diseminar por todos los rincones del mundo cómo fue ese tiempo. Al retratar a su padre —un hombre cuyo «mundo interior estaba hecho de temas, no de anécdotas. Se interesaba poco en las personas y mucho en la humanidad. Hablaba muy bien en público, pero debía hacerlo con un propósito apropiado: una clase, un discurso, una conferencia»— Villoro se inscribe sin vergüenza y hasta con extrema naturalidad en la omnívora tradición de alguien cuyo oficio consiste en ir, ver, volver y contar; pero que al mismo tiempo se pregunta por qué los estudiados hacen lo que hacen, cómo hacen lo que hacen y, si el comunicador tiene suerte, tratar de explicar para qué hacen lo que hacen. Un punto más a favor de Juan es su desdén por el didactismo, el texto tosco o simplemente aburrido. La suya es una novela para lectores iniciados, es decir, para mexicanos, y ese buen mexicano que llevamos dentro nos invita a estudiar en otras fuentes cómo fue México, quién fue Luis Villoro, sin esperar que el novelista nos ofrezca las respuestas peladitas y a la boca.

No le faltan credenciales al autor de La figura del mundo, autor de excelentes novelas y —a mi parecer de grandiosas crónicas— para abordar la vida de Luis Villoro, siendo como es uno de los grandes periodistas activos de la lengua castellana, y autor de una exquisita semblanza de Carlos Monsiváis, otro de los grandes autores mexicanos —para no perderme de ancha bibliografía—, de una obra esencial en las letras latinoamericanas y nada falló en el autor que quiso demostrar su interés por su padre y eso le representó un doble esfuerzo: construyó su interés por el filósofo y en el camino formuló de la idea de una especie de México profundo que tiene que ver con ese pasado y, sobre todo, con ese presente. Entonces hay una riqueza en este libro que pocos estamos atendiendo y eso es en lo que se concentra el autor. Leí sin sobresaltos la prosa de Villoro, salpicada de virtudes periodísticas como esa recurrencia a curiosear, a mirar donde mira, hurga donde nadie ve.

Pienso que hay dos maneras de entender esta obra: la primera es «amigo, yo soy escritor y no tengo nada que ver con la política; déjame hacer mi trabajo»; la segunda consiste en pensar que la literatura puede retratar y, quizá, salvar al mundo… Yo creo que los libros de Villoro están entre ambas posturas. La figura del mundo es una gran biografía y una mejor crónica.

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