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La poética de Pamuk o cómo cavar un pozo con una aguja
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

«… Ese mundo de mentiras, formalidades, rituales, no va conmigo.»
ORHAN PAMUK, entrevista para El País

 

Con motivo de la publicación de Cevdet Bey e hijos en Literatura Random House, tal vez sea oportuno evocar ciertas nociones que conforman la «poética de Orhan Pamuk», si algo así existe. De modo que en estas líneas intentaré trazar algunas claves que rodean la narrativa del escritor nativo de Estambul, a partir de ideas que él mismo ha planteado en disertaciones y conferencias, tal como se ve en «La maleta de mi padre», su célebre discurso de aceptación del Nobel, o en El novelista ingenuo y el sentimental, volumen donde se incluyen sus lecciones de literatura en el seminario Charles Eliot, de Harvard.

Ya desde Cevdet Bey e hijos, la primera novela de Pamuk, inédito hasta ahora en español, se puede advertir la voluntad omniabarcante que atraviesa su ficción, la intención de usurpar el tamaño del cosmos, como decía Borges. Sin duda, esta obra constituye una declaración de principios respecto a su concepción del espacio literario, ese sitio donde acontece «la experiencia más valiosa que el ser humano ha creado para comprenderse a sí mismo».

De acuerdo con Pamuk, la novela es quizás el producto artístico más sofisticado que la vieja Europa ha legado al mundo, por medio del cual se exploran y describen las preocupaciones básicas de las personas: el miedo, la vergüenza, el orgullo, la opresión, la ira. Más allá de lo anterior, una novela representa para Pamuk una «forma superior de conocimiento», pues le ofrece a una comunidad la posibilidad de explicarse a sí misma y al mismo tiempo representa la capacidad de ponerse en el lugar del otro. No hay medias tintas, el autor de Nieve está convencido de que «las sociedades, tribus y naciones se hacen más inteligentes, ricas y desarrolladas en la medida en que dan importancia a la literatura y prestan atención a sus escritores».

Lo anterior resulta fundamental para un novelista como Pamuk a la luz de su condición cultural y geográfica: Turquía, un enclave donde históricamente se han sintetizado las añejas —y muchas veces esquemáticas— tensiones entre Occidente y Oriente, modernidad y tradición, centralidad y marginalidad. El gran logro de Pamuk, como lo señaló en su momento la propia Academia sueca, ha sido el descubrimiento de símbolos para caracterizar el conflicto e indicar el posible entrelazamiento entre las culturas. El telón de fondo ineludible de ese hallazgo lo conforma cierta «confianza que te hace sentir que todos los seres humanos se parecen, que los demás tienen heridas parecidas y que por eso te comprenderán».

Para Pamuk, ser escritor significa «detenerse en las heridas ocultas que llevamos en nuestro interior, de cuya existencia, como mucho, tenemos una ligera idea». Desde luego, no se trata de una práctica antojadiza y espontánea. Para encontrar las heridas se necesita paciencia, disciplina y, lo más importante, estar a solas en el rincón de una habitación, refugiado del alboroto y el estruendo del mundo exterior. Se trata, en efecto, de «cavar un pozo con una aguja», como dice el viejo dicho turco que le gusta recordar a Pamuk.

Así, la escritura constituye un proceso gradual que se alimenta con obstinación. Por medio de un lento movimiento, el novelista busca un centro, una luz de origen indeterminado que «ilumine todo el bosque, todos los árboles, todos los senderos, los claros que hemos dejado atrás y a los que nos dirigimos». Cuando se cuenta una historia, en última instancia, esa luz sirve para mantener la vívida ilusión —tanto en el escritor como en el lector— de que sí podemos hacer frente a aquellas heridas con cierto grado de éxito.

A fin de cuentas, en esta perspectiva lo que también se pone en juego es una compleja y sutil relación con el lenguaje. Pamuk lo explica de una manera inmejorable con una bella imagen metafórica que parafraseo a continuación: el escritor encerrado, mientras sale de viaje ante todo hacia su propio interior, durante años va colocando las palabras, las manosea, siente las relaciones que hay entre ellas, a veces las mira de lejos, a veces las toca con los dedos y con la punta de su pluma, acariciándolas y sopesándolas para crear mundos nuevos o para «sintetizar lo heterogéneo», como dirían algunos con gran sofisticación…

Y vaya que el joven Pamuk logró sopesar las palabras. Tanto que su padre terminó de leer el primer borrador de Cevdet Bey e hijos y exclamó: ¡Algún día te darán el premio Nobel por tu obra!

Enrique Calderón