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La literatura se vive, incluso como réquiem
Jorge Alberto Gudiño Hernández comment 0 Comentarios

Tras la muerte de Rafael Ramírez Heredia, hace ya una década, fuimos convocados a rendirle un homenaje (uno de tantos) en la misma Casa de la Cultura donde impartió su taller durante tantos años. A mí me tocó leer el texto que viene a continuación. Un texto al que he recurrido ahora, cuando me piden colaborar para este nuevo homenaje digital, porque reconozco a las emociones a flor de piel.

Una década son muchos años. Los suficientes para acostumbrarse, pero no para olvidar. Al contrario, el recuerdo ya se ha sintetizado de diferentes formas. Algunas veces, basta decir su nombre para evocar su imagen, inconfundible. Otras, mientras se revisa un texto, es posible escuchar su voz, señalando detalles. Las más importantes, sin embargo, a veces escapan de la conciencia. Se producen cuando, al elaborar una frase determinada, algo jala la pluma, un aliento o un pálpito, y la obliga a reformular. Es el aprendizaje. De un maestro, sí; de un amigo, sobre todo.

Dejo, pues, el texto viejo. A la espera de que sirva para renovar su recuerdo. Al menos para mí, ha funcionado.

Rafael Ramírez Heredia murió el 24 de octubre de 2006; un martes, tocaba taller. Era mi amigo, ustedes lo saben. También fue mi maestro. Apenas en la tercera emisión de La Tertulia, un programa de literatura en radio, accedió a acompañarme en un gesto que recuerda la generosidad que lo caracterizaba; tanto, que no fui el único frente al que accedió ante una petición concreta. Toda mi novatez e inexperiencia fueron cobijadas y apadrinadas por su entrañable desprendimiento. Me dejó hacer, me contestó a las preguntas con la misma soltura que usaba en las inumerables conversaciones en que tuve la suerte de participar. Sin que fuera de manera directa, en ese momento, seguía enseñándome. Como solía hacerlo con sus alumnos tras hacerles ver el camino, me dio el empujón necesario para saltar al ruedo. Dos años más tarde, lo tuve de vuelta. Creía que había superado la enfermedad, que estaba en proceso de ello. Revisando sus palabras, he caído en la cuenta del velo que acompañaba sus afirmaciones como la certidumbre de lo que vendría después. De cualquier modo, siguió mostrándose fuerte. Tanto como el que más, sin amedrentarse por lo que viniera en el futuro siempre y cuando se le permitiera afrontarlo. Hoy ya no es así. Se le extraña desde aquel martes.

El día que lo conocí, con toda mi timidez instalándose en una de las tantas sillas alrededor de la mesa de las críticas, descubrí a un tipo duro. No se tocaba el corazón para desbrozar el texto en curso; encontraba sus defectos más insignificantes y teorizaba en consecuencia; decía las cosas con todas sus palabras, sin que le importara que, con ellas, estuviera destrozando la ilusión que uno había puesto en el cuento en turno, en el fragmento de novela. Pero no era así. Detrás de esa máscara de implacabilidad, estaba el maestro convencido de que sólo a partir de la crítica contundente sus alumnos podían llegar a crecer. Quien no fuera capaz de aguantar el rigor que se exigía él mismo, no debía dedicarse al arduo proceso de la literatura. Su taller, que sigue reuniéndose, no era un corro de apapachos ni mucho menos. Los que supieron entenderlo, pronto reconocieron avances notables en su ejercicio creativo. Una de las tantas cosas por las que le quedaremos agradecidos.

Durante años no tuve más tutor. No aprendí con nadie más a desentrañar el misterio de los textos. Fueron sesiones semanales instalado en gayola, ora escuchando, ora aventurándome a ser el siguiente portador de un texto que sería maltratado. Poco a poco fui acercándome a él. Muchas circunstancias lo favorecieron. Una en especial: pese a su máscara de inaccesible, Rafael siempre fue una persona que nos supo recibir con los brazos abiertos. Entonces se extendió el aprendizaje hacia las conversaciones, a su impecable buen humor, a su generosidad llevada al máximo. Baste decir que sigo trabajando donde él me recomendó, dándome el aval de un escritor de mucho peso y enormes obras.

Por eso su muerte me empezó a doler desde antes. Cuando lo vi optimista por un nuevo tratamiento o cuando supe que estaba peor de lo que él mismo quería admitir de manera pública.

Rafael nos enseñó que ser escritor es un trabajo tan serio como cualquier otro, si no es que mucho más: requiere de un empeño y una dedicación que sólo pueden ser producto de la necedad de confiar en uno mismo y de aventurarse a la siguiente frase, a la próxima cuartilla. Era un escritor incansable. De los que se sientan frente a la computadora durante largas horas, de los que saben que un texto exige más esfuerzo que el de soltar palabras encadenadas. Su trabajo avala sus afirmaciones. Siempre practicó lo predicado. Como muestra queda, y quedará para siempre, el que haya tenido la ocurrencia de morir en la cumbre de su carrera, cuando sus novelas habían alcanzado un nivel que supera al reconocimiento.

Oculto en el trasfondo de su rudeza, nos enseñó que un maestro, ante todo, debe ser humilde. De qué otro modo habría sido capaz de leernos sus cuentos, sus avances de novela, durante el taller y terminar dándonos el paso para iniciar la crítica. Y no era por el mecanismo simplista de hacernos entender que eso estaba bien escrito, que toda discusión estaba cerrada porque él, el maestro, había leído. Por el contrario, en verdad deseaba conocer nuestra opinión, sabedor de que otros ojos son más capaces a la hora de depurar un texto. Más aún, un día algunos privilegiados recibimos uno de sus manuscritos para que lo revisáramos antes de mandarlo a su publicación. Una tarea en que sentimos la responsabilidad desbordándose y el respeto creciendo a cada línea exacta, libre de correcciones.

Que la literatura tiene un estrecho vínculo con la vida es algo que ahora me resulta evidente, parte de un discurso que creo y profeso. Fue a Rafael al primero que se lo escuché. No sólo eso, tuve la oportunidad de constatarlo conforme lo fui conociendo. La literatura se vive, y él la vivía a plenitud. Dedicándose a ella como sólo los grandes pueden hacerlo. Es por este vínculo aprendido de él que puedo atreverme a citar a un personaje mío. Él sostiene que lo doloroso de la muerte no es quedarnos solos sino volvernos menos. Estamos tan construidos por nuestros afectos que, cuando nos faltan, la pérdida la sufre el ser propio en su misma constitución. Entonces así nos quedamos, con la ausencia acusando un hueco que nos resulta imposible cerrar. Es un nicho en el que sólo cabe una imagen. Y esa imagen es la presencia de Rafa, del entrañable Rayo Macoy, del Maestro con mayúscula, del amigo con exclamaciones, del que se ha ido antes de tiempo dejándonos la consigna cumplida de antemano de no olvidarlo. Y no lo haremos porque no se puede, porque basta con mirarnos con detenimiento para descubrir ese hueco que nos atraviesa por dentro.

Rafael Ramírez Heredia murió el 24 de octubre, tocaba taller. Era nuestro amigo, ustedes lo saben. De los entrañables. De aquéllos frente a los cuales a uno sólo le queda agradecer. Ésta es nuestra manera de hacerlo. Aunque insuficiente, vaya esta lectura como homenaje. Y quede el compromiso de extrañarte como a ti te gustaría, Rafa, con las letras de por medio y el recuerdo del gran maestro que nos has sido, que nos seguirás siendo.

Jorge Alberto Gudiño Hernández Rafael Ramírez Heredia Rayo Macoy

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