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Entre mujeres
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

Algunos libros han de esperar a que estemos preparados
para ellos. Leer es muy a menudo una cuestión de suerte.
¡Y qué suerte tuve!
Margaret Atwood, La maldición de Eva

 

Cuando pienso en Carson McCullers por alguna razón también pienso en Margaret Atwood. Se cuelan entonces Joyce Carol Oates y Jeanette Winterson. (Y aquí hago un paréntesis, pues espero no despertar sospechas por mi gusto por las siempre encontradas Oates y Atwood). Y si Alice Munro viene a mi mente, regreso al inicio.La primera vez que me acerqué a la ahora Premio Nobel de Literatura fue hace año y medio. El libro que cayó en mis manos fue Demasiada felicidad. Ya desde el título sabía que iba a encontrarme con ironías, destellos, pérdidas. Y por qué no, dolor. Pero no un dolor evidente. Uno silencioso, como el daño que te hacen unos zapatos que llevas puestos todo el día y sólo hasta que te los quitas te das cuenta de que te has hecho una ampolla. Ese tipo de dolor. Esa sensación de lectura que te hace permanecer en una esfera melancólica cuando terminas de leer cada cuento y de la que no te haces consciente sino hasta que pasan unas horas y sigues envuelta en un halo indefinido.

Así me pasó con esa lectura primaria que me abrió el universo Munro: “Dimensiones”. Es la historia de una mujer residual. Doree tiene que ir a visitar a su marido a la cárcel. Se siente obligada a ello. Ni siquiera se lo cuestiona. Sólo sabe que debe hacerlo. Y sin embargo, en el fondo, está su grito ahogado, su grito mutilado por la pérdida de sus hijos. Una historia que no puede contarse porque, de hacerlo, se volvería loca. Doree no quiere nombrar su pasado, no quiere tener la memoria para hacerlo. Pese a todo, conforme las páginas avanzan ella se va fortaleciendo en silencio, en una soledad de la cual su psicóloga, en todo ese tiempo, ha sido incapaz de salvarla. Y no obstante, se salva.

Después me acerqué a La vida de las mujeres, Las lunas de Júpiter y, mi favorito, Amistad de juventud. En todos ellos he ido encontrando, como diría Munro en su último libro, Mi vida querida, “un repertorio de amigos, bromas, secretos a medias”. Porque en su obra existe ese repertorio de amigos o familiares que se desintegran, como en su cuento justamente “Amistad de juventud”, en el que narra, a partir de su madre (siempre personaje, siempre presente de alguna u otra forma), la historia de unas hermanas. Ellie se va a casar con Robert, pero él embaraza a su hermana y entonces Ellie, nuevamente con ese silencio, acepta dividir la casa para que ellos puedan vivir juntos. O pienso en esas bromas, en esos juegos que inician como simples coqueteos inocuos que se transforman en “pecados” como en su cuento “Llegar a Japón”, mismo que abre su último título. En este caso, Greta se acuesta con un actor que acaba de conocer en un tren y cuando vuelve a su asiento, descubre que su hija no la está esperando. Entonces viene el arrepentimiento y la culpa. Greta sale a buscarla y la encuentra arrinconada entre vagón y vagón, esperando. Entonces esos silencios se convierten en secretos y pesos que fragmentan la posibilidad de enmendarse. Y en esa perversidad, en esa falsa inocencia, es sobre la que sus historias se construyen.

Una vez comentó Munro: “Nada es fácil, nada es simple. La complejidad de las cosas dentro de las cosas parece sencillamente inagotable”. Y las mujeres que ella construye son seres complejos como cualquiera de nosotros lo somos: marginales, contradictorios, con frustraciones, con cadenas, pero con esperanzas. Radica ahí su maestría en sus planteamientos de la comprensión humana: el espejo, y la posibilidad de redención personal. La puesta en escena de vidas, de situaciones en las que todos podemos vernos envueltos cualquier día de la semana y en las que tenemos que inventarnos quiénes somos, o quiénes podemos ser, es parte de su imaginario. De ahí que retome una respuesta que hace Alice a una pregunta en The Paris Review: “Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podremos perdonarnos. Y sin embargo lo hacemos, lo hacemos a todas horas”, de lo contrario, la culpa nos dejaría inmovilizados. Entonces volteo a sus libros y encuentro a esos personajes humanos, demasiado humanos. Y ahí está, sin duda, uno de los muchos atractivos de una autora que ha obtenido numerosos premios como el Man Booker International Prize, el W. H Smith, el National Book Critics Circle, y ahora el Nobel.

Pensándolo bien, tal vez por ello me imagino estas citas en un café entre esas escritoras, entre El corazón es un cazador solitario o La mujer comestible, quizás hasta ¿Qué fue de los Mulvaney? o Fruta prohibida. Un encuentro en un lugar pequeño de un pueblo. Aquí todos se conocen y las llaman por sus nombres. Posiblemente cada vez que están ahí se avergüenzan de esa cercanía y se sienten siempre en la misma mesa, la más alejada. Ahí las imagino que se reúnen para dialogar, más allá de las mujeres rotas, de la posibilidad humana. Y si me permito imaginar aún más, veo a un hombre que conoce sus horarios y siempre está presente. Aparece asomado desde una ventana y disfruta viéndolas hablar y toma nota: Raymond Carver.

Así que lo único que me queda decirles es ¡qué suerte he tenido!

Fernanda Álvarez