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Don José Saramago: Sobre un recuerdo, una idea, una probable alucinación
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

No recuerdo el año ni el mes, pero quizás hayan sido 1998 y mayo. Las jacarandas estaban en plena floración, faltaban varios meses para que la Academia Sueca otorgara los premios Nobel y el auditorio Justo Sierra-Che Guevara de la UNAM no estaba ocupado por… (dejémoslo así). Fue ahí, sentado entre estudiantes con expresiones de asombro y admiración, que escuché por primera vez hablar a José Saramago. “Toda mi obra parte de una sola convicción: la de que todos somos unos pobres diablos”, dijo al inicio, con su español marcado por la dulce sonoridad del portugués. “Unos pobres diablos”, pensé, es definición adecuada para la humanidad en su conjunto, y quienes me rodean están evidentemente de acuerdo.

Andando el tiempo, en diversas conversaciones con gente en condición de saber, conté eso mismo que llevas leído y, lejos de sumergirnos en la metafísica de si somos o no pobres diablos, y de hecho más bien aceptando que lo somos, discutimos acerca de las causas justas, el fado, el espíritu crepuscular, Ricardo Reis… y sobre el punto de partida en las novelas de Saramago, que es sin duda la pregunta “¿qué pasaría si…?”. Por ejemplo: ¿Qué pasaría si la península ibérica se desprendiese del continente y navegara siguiendo el rumbo de las carabelas? ¿Y si un inopinado día todos nos volviéramos ciegos? ¿Y si, contra el dogma de la inmaculada concepción, nos atenemos a las posibilidades de eso que llamamos la naturaleza humana y postulamos un Evangelio en donde José y María hacen vida marital? ¿Y si la Muerte, cuyo albedrío no es cuestionable, se tomara vacaciones? ¿Y si, hartos de la inercia que nos lleva a creer que la democracia vive, todos los ciudadanos votáramos en blanco?

En otro año (huelga decir que tampoco recuerdo cual fue), la vida, felizmente llena de lectura y de gente para compartirla, me llevó a la feria del libro de Guadalajara, donde la grata misión de conducir a Don José Saramago de su hotel al recinto donde se presentaría una de sus novelas se convirtió casi en una carrera de obstáculos humanos para poder estar a tiempo: todos lo reconocían y buena parte se acercaba a saludarlo, tocarlo, pedirle autógrafos y tomarse fotos (en algún lugar del planeta hay una donde, al centro de un grupo de doce personas, Don José posa cargando a un sonriente bebé). Recorriendo ese esforzado trecho (y sí: llegamos al salón cinco minutos antes de hora), atestiguando ese afecto, empecé por fin a saber (ya sé que alucino): no hay en la obra de Saramago ni un microgramo de pretensión; hay una indomable voluntad de saber. En cada una de sus novelas pareciera decirnos: “Te hablo a ti, quiero que te hagas preguntas. No pontifico ni pretendo dar lecciones; quiero tan sólo que te preguntes estas mismas cosas que yo me he preguntado”.

Ramón Córdoba


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