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Detrás de la cortina roja
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Cuando Winston Churchill inventó la metáfora de la cortina de acero, afirmaba que no sabía lo que iba a pasar cuando, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética dejara caer esa pantalla que iba desde “el Báltico hasta Trieste”. La aseveración no era del todo cierta –el primer ministro británico tenía su información privilegiada a mano—, pero ha sido hasta mucho tiempo después que hemos empezado a saber a ciencia cierta lo que ocurría con los pueblos y las sociedades de la Europa Roja: la República Democrática de Alemania, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania y Bulgaria.

Aunque El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956 de Anne Applebaum relata los años más duros del estalinismo, o al menos de su segunda etapa de esplendor, no es un libro de historia en el que el dictador georgiano y su sombra sean omnipresentes. Tampoco los “pequeños Stalin” —Walter Ulbricht (Alemania Oriental), Edvard Beneš (Checoslovaquia), Matyás Rákosi (Hungría), Bolesław Bierut (Polonia), hoy olvidados y despreciados— que simularon la independencia y hasta la democracia en los años inmediatos a la conquista de Berlín por parte del Ejército Rojo.

Hay todo un género histórico de libros, casi siempre escritos por exiliados o anglosajones —Applebaum pertenece a este segundo rubro—, que denuncian a la Unión Soviética y suelen ser pródigos en relatos sobre los absurdos burocráticos, el sentido del humor negro que propició algunos de los mejores chistes jamás hechos, confidencias sobre la ineptitud de Stalin y su tosquedad rural, y sobre los oscuros callejones de grilla entre el partido y la más que legendaria NKVD, policía secreta que simbolizó por sí sola la idea del totalitarismo.

Éste no es la excepción; pero, además de todas esas obsesiones institucionales —que el estalinismo proyectó con su hiperactividad para formar secretarías con abreviaturas demenciales—, El telón de acero pone en primer plano a la gente. Lo cual no es poca cosa: lo único en común que han tenido los países de Europa Oriental a lo largo de los siglos, ha sido el dominio soviético, pues no compartían ni lenguas, ni demografía ni religión, ni otra historia que la de la violencia.

En la primera parte, “El  falso amanecer”, Applebaum relata lo que dice en el subtítulo: la destrucción de Europa Oriental, la zona del mundo que nazis y soviéticos usaron como teatro de batalla principal a costa de húngaros, rumanos, ucranianos, checoslovacos y, más que ningún otro pueblo, polacos y judíos. Si desde los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial los países orientales ya habían sido castigados y ocupados por ambos bandos, en vísperas de la rendición alemana lo único funcional eran los campos de concentración.

Los partisanos y comunistas de cada país (una distinción importante, pues el nacionalismo ruso pesaba más que el espíritu universalista del marxismo) esperaban con ilusión la llegada del Ejército Rojo, pero pronto vieron que los soviéticos no tenían la intención de cooperar con la resistencia ni con los antifascistas. Antes bien, pretendieron establecer un régimen totalitario, emergido de un solo partido y una sola idea: “todo dentro del Estado, nada fuera del estado, nada contra el Estado”.

Para eso, la URSS y sus marionetas controlaron las comunicaciones, la economía, el arte, los gobiernos y, en última instancia, la cultura de los países ocupados, nunca pudieron establecer del todo el sistema totalitario que pretendía encender la mecha de una revolución mundial. De ahí la sensación de que tras despertarse de la pesadilla nazi entraban a un nuevo delirio.

La segunda parte, “La fase final del estalinismo”, relata el fracaso de ese intento de implantar un homo sovieticus en el inconsciente de los europeos orientales. El fracaso no fue estrepitoso sino anticlimático, pues estuvo marcado por la mediocridad de unos regímenes que no supieron construir una economía, fomentar el desarrollo de la industria y la innovación — tanto científica como artística—, y que incluso emasculó a su juventud. Esto último, en un país que pretendía alumbrar al nuevo hombre, dio paso a un envejecimiento prematuro en el espíritu antes raudo y juvenil de los bolcheviques.

Si hubiera que resumir el libro en uno de sus protagonistas, sería el de un europeo del este ejemplar, Salomon More: polaco judío, partisano en Polonia, víctima y sobreviviente del holocausto, oficial estalinista en un campo de concentración soviético. Nació en Garbów, Polonia en 1919 y murió exiliado en Israel hace 10 años, en 2007, no hace mucho. En su vida pudo presenciar (y ayudar a perpetrar) limpiezas étnicas, desplazamientos masivos de personas, violaciones colectivas, tortura, venganza, programas de adoctrinamiento ideológico, a la vez que la diversidad cultural y humana de la región más devastada del mundo en el siglo XX. ¿Se puede tomar partido por él? No, pero sí podemos aprender de la destrucción y de la esperanza en el espíritu humano, indomable incluso ante los mayores terrores de la Historia (con mayúscula).

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