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Destierros: una sinfonía triste
Ana Laura Santamaría comment 0 Comentarios

¿Cómo se narra el desierto?  ¿Desde dónde? ¿Desde quién?

Dos historias corren paralelas; se entrecruzan en el tiempo: un cuarto oscuro, un cerillo que se enciende; una carretera en medio de las planicies de arena y polvo, un automóvil que pierde el control, el incendio, la pérdida.

Una narración en tercera persona nos cuenta de Helena, la mujer que ruega por el regreso de su hija. Otra voz, ésta en segunda persona, con la desnudez característica del tú, que tiene siempre un ligero aire acusatorio, nos habla sobre Julia, que regresa a su natal Jiménez, Chihuahua.

Así se construyen dos escenas exquisitas en términos literarios, desde la quietud de la espera y la movilidad del regreso; desde el hermetismo del encierro y el despoblado abierto del desierto: desde la oscuridad de la noche y la media luz del crepúsculo.

Luego de este introito, verdaderamente luminoso, vendrá la intimidad subjetiva de la primera persona, desde el yo que reconstruye la memoria individual y colectiva.

A través de las voces de Julia y de Helena se decanta una buena parte de la historia del México de los siglos XX y XXI, con su dinámica de esperanzas y fracasos: de los sueños democráticos de Madero al terror y la crueldad de Pancho Villa, del idealismo juvenil y solidario de los años sesenta a la masacre de Tlatelolco, de las promesas de desarrollo y bienestar del neoliberalismo a la corrupción y la impunidad que han hecho de México un país de desaparecidos y desaparecidas.

La revolución mexicana, Archivo Casasola en mexicodesconocido.com.mx

Y, al paralelo de la historia del país, se desarrolla la historia individual también con su dinámica de esperanza y fracaso; así asistimos al tránsito de las ilusiones del amor adolescente y a la negación del primer beso; del idílico romanticismo parisino a las bombas en el metro; de la pasión y el talento de una joven pianista a su reclusión como ama de casa; del deseo erótico a su represión total.

Por voz de Helena, quien a su vez evoca otra voz, la de la memoria y la rebeldía de su abuela Inés, conocemos los abusos y asesinatos de mujeres de Pancho Villa, las muertas de Juárez, de las miles de desaparecidas. Por voz de Julia sabemos de la asfixia de la clase alta provinciana, del duelo por la hermana gemela muerta muy prematuramente, de la culpa como mordida de áspid, de los amores y las pasiones frustradas, desterradas. 

Destierros es una sinfonía triste, los “alegretos” están siempre contenidos. Inés es el contrapunto de Julia, ella es la que se atrevió a desafiar a los padres, siguió su amor y se sumó a la revolución. Julia es, como diría Rosario Castellanos, a pesar de sus viajes a Boston y París “la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos” porque temió el vértigo de la corriente.

Julia y Helena sobreviven desterradas de sí mismas, una porque le arrancaron a la hija, la otra porque nunca supo habitarse a sí misma. Una porque busca desesperada el cuerpo que llorar y la otra porque con su cuerpo sólo sabe llorar. (P:426)

Como en toda literatura, en Destierros hay un secreto, que no rebelaremos para no arruinar la experiencia de la lectura, pero nos hará constatar que en este mundo nuestro nada está aislado, y que un cuerpo bien pudiera ser todos los cuerpos y que una historia se arma con retazos de otras y, a fin de cuentas, puede ser que ni siquiera haya historia. O tal vez el secreto nos rebele que se trata de una estirpe, y que, como establece García Márquez en la más célebre de sus novelas, y a quien la propia autora cita:

“las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.

La estructura se arma de fragmentos múltiples, las voces narrativas transcurren de la tercera a la segunda a la primera persona y van soltando piezas de un rompecabezas temporal y espacial que el lector va armando paulatinamente. Las narraciones están enmarcadas por múltiples referencias musicales, pero hay dos presencias constantes: la canción de cuna y los acordes sublimes del “Réquiem” de Mozart. Del susurro materno en el “a la ro-ro niño”, al coro majestuoso en “Kyrie eleison”. Del nacimiento a la muerte, las voces de los otros nos acompañan. Se vive y se muere en los cantos que son caricia, compañía y despedida.

Por momentos, las narraciones  y la música se detienen para dar paso al documento, y el documento es el rastro desde el que se teje la memoria: la lista de desaparecidas, el anuncio que se reparte en las calles, la nota del periódico, la dedicatoria de una vieja fotografía, el programa de mano de una presentación, los resultados de un examen médico. Es el documento el que habla por sí mismo, el que suspende la respiración y nos invita a indagar en él para armar los eslabones de la cadena de una historia que tal vez, tal vez nunca la hubo, porque, cito a la autora:

“Este es un país de desaparecidos, de cuerpos que no están para llorarlos, para saber que existieron, para darles sepultura. Ni vivos, ni muertos. Aquí no hay nadie.”

¿Cómo se narra el desierto? ¿Desde dónde? ¿Desde quién?

La autora propone hacerlo desde la pluralidad polifónica, desde una estructura no lineal, a partir del lenguaje poético, con un impresionante sentido del ritmo; a través  del rigor de la investigación histórica y el diario personal. Propone la intención siempre riesgosa de hacer una novela total, donde quepan las múltiples historias de violencia, humillaciones y destierros de miles de mujeres asesinadas y desaparecidas en más de un siglo en nuestro país.

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