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Descender: un recuerdo de La muerte en Venecia
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Un hombre está exhausto. Parece que la vida pesa demasiado. Durante años ha dado vueltas al mundo, sobre un mismo sitio. Quizás es tiempo de tomar camino. Irse lejos. Ir persiguiendo a los fantasmas y encontrarse con el rostro desdibujado.

¿Será eso envejecer? Mirarse una mañana, pensar en el vacío, abrigarse para salir a caminar entre la bruma que cubre a las ciudades en ciertas mañanas húmedas…

La primera vez que una ciudad acuática se revele ante nuestros ojos, algo de nuestra existencia se volverá lágrima. Lloré en un vaporetto, una noche de carnaval mientras más de seis mujeres acomodaban sus vestidos de terciopelo y un anciano se quitaba la peluca gris. Pienso si todas las primeras sensaciones que guardamos en la memoria, no merecerían perdurar como una muesca en las piedras de nuestra sepultura para acompañar nuestros cuerpos hasta el fin de los tiempos: la primera vez  que percibimos un perfume, la primera vez que probamos el queso, el vino, el café, la sopa… la primera vez que viajamos a cualquier sitio… La primera vez que desviamos nuestra ruta para dejarnos guiar por un fantasma y nuestros deseos.

Gustav von Aschenbach está exhausto, eso lo he dicho antes. Es un hombre decadente, un escritor arruinado y esa ruina constituye su importancia. ¿Qué será la importancia? Quizás Thomas Mann intentó hablar de la decadencia sin mencionarlo.

La muerte en Venecia fue publicada en 1912, un par de años más tarde la Primera Guerra Mundial caería como un velo plomizo sobre Venecia . Quizás también La muerte en Venecia sea una alegoría de la decadencia de las ciudades y cómo en esas degradaciones nos sentimos obligados a volver a los impulsos vitales: el amor sin freno.

Aschenbach (que es también una metáfora de un brazo de agua ceniciento, pues en alemán significa eso) camina por Venecia persiguiendo el rastro de Tadzio: un joven dotado de belleza y gracia. Mientras por los canales de Venecia se esparce la enfermedad y el miedo… la muerte emerge del agua verdosa…

Lord Byron había anotado «Me detuve en Venecia, en el Puente de los Suspiros. Un palacio y una prisión en cada mano». Thomas Mann piensa en ese sentimiento sofocado que la belleza desencadena, que nos hace llegar al límite de nosotros mismos.

Como la muerte en el Ganges, el rumor del agua enrarecida como ofrenda al final de nuestros días, Venecia ofrece la belleza al apocalipsis.

La ciudad lacustre y edificada con los restos de otras ciudades (la Basílica de San Marcos fue construida con restos de palacios orientales) se muestra como una mezcla de sentimientos.

El amor de Gustav von Aschenbach por Tadzio, que se desvanece en el agua veneciana, mientras la muerte se anuncia acompañada de un olor nauseabundo nos hace divagar en un laberinto que nos conduce al vacío: como agua que se escapa entre nuestros dedos.

La muerte en Venecia, de Thomas Mann el escritor nacido en Lübeck, Alemania, y muerto en 1955, pasó una temporada en el Gran Hôtel des Bains, en Lido. Desde allí escribió y quizás imaginó que un día también el agua nos revelaría la muerte: el fin de una época. 

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