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Cuando Fede no era para siempre
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Hace muuuuuchos años (así empiezan varios cuentos, los cuentos que son la mera verdad, como esta novela)… decía que hace un bueeeen rato, yo tenía 16, estudiaba el último año de prepa, conocí a un chavo flaco, de cabello largo, beatlero, vocalista de un grupo de rock llamado Karma, que brincaba como grillo al cantar. Y claro, me en-cantó. Supongo que supuse que era mi única posibilidad de enamorarme de un Mick Jagger o un George Harrison versión nacional y alcanzable. Él me vio como un joven ve a una niña siete años menor, me hizo caso tres meses, a lo mucho, y después, aburrido, me mandó a volar. En ese momento creí que Federico Traeger no era para siempre. Que no era para nunca. Hice mis maletas y dejé el país…

Ya desde entonces, él soñaba con ser escritor y, de hecho, había publicado su primer libro de cuentos: Epidemia de comas, que me envió a mi auto exilio parisino a través de un querido amigo de ambos.

Años después, tantos que prefiero no hacer la cuenta, con una medio-carrera de escritora, pero un matrimonio y una hija de tiempo completo, nos reencontramos. Y de ese reencuentro resultaron tres libros que le han cambiado la vida a un buen número de personas. Y lo digo en serio. A Federico mismo, por ejemplo. En ese entonces, ya como grandes amigos y coautores, y con la madurez y experiencia que da haber vivido casi cincuenta años, me di cuenta de lo equivocada que estaba: Federico sí es para siempre.

¿A qué me refiero? A que sus letras, y no hablo de las letras de sus canciones, que todavía compone, toca e interpreta, sino de sus novelas y cuentos, han llegado y seguirán llegando para trascenderlo. Sí, Traeger se está quedando para siempre en historias extrañísimas, en sus personajes sorprendentes, en tramas surrealistas, en frases creativas, agudas, juguetonas. En los ambientes que podemos palpar, oler, degustar. En escenas casi delirantes que estimulan nuestra imaginación y nos empujan a creer en quimeras.

La prosa de Federico seduce porque está llena de ritmos que nos mecen y provocan. Es alegre, musical. Tiene, además, una buena dosis de cachondería. Y al leerla, aunque muchas veces no podamos dejar de reírnos, de carcajearnos incluso (como tan seguido nos pasó en el taller de los jueves), también nos pone frente al espejo. Entre sonrisa y sonrisa, Federico desliza críticas que nos atañen a muchos. Por ejemplo, se burla, con justa razón, de la mediocridad. También de la mamonería, la pedantería, el elitismo.

Esta novela es, como dice la cuarta de forros, realmente irreverente. Es una especie de gran circo del absurdo. Desde el inicio, Federico nos mete a un mundo de inverosimilitud exagerada… pero posible (aunque parezca contradicción). Le queremos creer porque nos conviene y, poco a poco, se lo creemos todo: que el Nenito, hermano del personaje principal, ladre como perro y después se convierta en director de cine porno. Que haya un personaje como Leonard Cohen, pero sin repertorio. Un equipo de futbol al que se le instruye que comience el partido metiendo autogol. Una herencia millonaria y tan extensa que abarca animales disecados, un huevo de pterodáctilo petrificado, fieros perros dóberman, cabezas jíbaras, instrumentos de tortura y hasta a Florian, un ser humano perfecto. Sí, un ser humano vivo y respirando, cultísimo, políglota, que toca el corno, forma parte de la herencia. Lo que pasa con esta familia, la típica familia clasemediera mexicana, al recibir tan rica herencia, es precisamente el tema de Cuando todo era para siempre. La manera en que se van transformando: “Sus ojos brillaron de tal forma que me cayó el veinte de que ya no éramos los mismos”, dice Fernando, protagonista y narrador. Y agrega: “Era como haber tenido una batea con agua y de pronto heredar un lago”.

Definitivamente, los personajes cambian. Digamos, como afirma el autor: que “la naquez sabe encontrar su manera de manifestarse sobre todas las cosas”. Así que la mamá, por ejemplo, que en definitiva es mi personaje favorito, envuelta en un abrigo de piel de leopardo, emplea a un mayordomo, después a un sommelier particular, disfraza a la vieja cocinera de chef para ordenarle que en lugar de sopa de fideo, de ahora en adelante sirva quesadillas de foie gras, sándwiches de langosta y hamburguesitas de tres caviares, mientras le dice a sus hijos: “Ahora sí vamos a comer lo que estamos diseñados para gozar; váyanse acostumbrando”. Además, su nueva mejor amiga es Xaviera Hollander. Manda construir un palacio con un pequeño coliseo en el jardín y contrata a su cantante favorito, Roberto Carlos. ¿Cómo no amarla? Escúchenla, por ejemplo, al regresar de su viaje por Francia: «Durante la cena, mi madre nos explicó que por alguna razón, entre sus cinco sentidos, el que más se le había refinado en París era el del oído. “Debe ser que las voces francesas son naturalmente elegantes, mis amores”, nos explicaba mamá. “Por ejemplo, yo podría oír todo el tiempo la voz de Andrea. ¿A poco no oírlo es como estar en pleno Champs-Élysées?” Mami hizo énfasis en que no deseaba ser forzada a escuchar voces desagradables, “vous comprenez, chiquitos. Aquí en México las voces son de mal gusto. Suenan como a pujido, como a… bueno, prefiero no decirlo porque estamos comiendo, pero me entienden, ¿no? Es que nuestra raza es muy fea y así se escucha, mis viditas”.»

O lo que dice después de la lección de cómo sonreír cuando eres millonario:

«—¡Es innecesario, servil y corriente sonreír por todo! —sentenció Florian—. La manera en la que ustedes sonríen, querida familia, decir mucho. Decir, por ejemplo, que solicitan aprobación. Validación constante. Yo escribir un estudio comparativo entre la limosna y la sonrisa para diplomado en Suecia y saber de lo que hablo… ¡Son unos viles limosneros!

—Un ensayo muy celebrado entre las altas esferas universitarias —interrumpió el veterinario Malhier.

Mamá, papá, el tío Remigio y yo (el Nenito seguía filmando en Bangkok) escuchábamos atentos las palabras del Muñeco. Estábamos en la casa de las tías. Esta vez, en lugar de inventariar y llevarnos objetos preciosos, penetramos al otro lado del inmueble con el único objetivo de oír, bajo la luz del gigantesco candelabro, en el mismo punto donde conocimos a Florian, la valiosa disertación de mi hermano postizo.

—El acto, más bien un reflejo, de sonreír continuamente, ser clara muestra de vulnerabilidad. Sonrisa continua ser una herida por la que mana la pusilanimidad. Ustedes ser débiles de carácter y se encogen cada vez que sonríen.

Debo admitir que, más allá de lo pedante y altivo de su naturaleza, el Muñeco nos estaba abriendo los ojos.

—Ustedes no estar hechos para andar sonriendo a todos. La familia Voorman está diseñada, repito, di-se-ña-da para recibir los gestos de rostros serviles, no para emitirlos. ¿Estar claro? ¡No emitir! Antes de sonreír, pensar: ¿por qué sonreiré? —el Muñeco caminaba de un lado al otro, perfectamente recto, con las manos detrás de la cintura, más hermoso y mejor distribuido que una estatua griega—. Seguir esta disciplina mental y anímica los convertirá en personajes serios y respetables. A continuación leeré una serie de frases para que las repitan en voz alta, ¿de acuerdo?

Asentimos como estudiantes ávidos. El tío Remigio parecía un militar ante su general.

—La sonrisa es una ventana hacia el miedo.

Repetimos la frase al unísono.

—La sonrisa es un gesto de poquedad.

Íbamos subiendo el volumen de nuestras voces con cada frase nueva.

—Sonreír es mostrar el vacío.

Repetimos.

—Debo sonreír solamente con la mirada.

Repetimos.

—Si alguien me sonríe, que responda mi estampa.

Repetimos.

—¿Cuándo se debe sonreír? —preguntó mi hermano postizo—. Uno: cuando se logra algo —continuó—. Dos: cuando se felicita a alguien de nuestro nivel. Tres: tras escuchar o ver algo agradable o gracioso. Y cuatro: para acentuar el sarcasmo, la ternura o el triunfo. Pero siempre y cuando esto se haga ante gente digna y la razón detrás del gesto sea fácilmente identificable. Nunca se sonríe sin saber exactamente por qué. Jamás.

La ponencia terminó con un ejercicio práctico en el que, guiados por el veterinario, entraron Xóchitl, Rufino, Matías y Chachita y tomaron asiento, nerviosos, asombrados y sonrientes, ante nosotros. Nunca imaginaron que la casa tuviera tantos espacios secretos. Papá, mamá, el tío y yo permanecimos impasibles. Por primera vez en mi vida, no necesité devolver una sonrisa. Tras la orden del Muñeco, la servidumbre se marchó, siguiendo a Malhier.

—No haber nada como la claridad del estatus —señaló Florian—, las sonrisas innecesarias —concluyó— únicamente la enturbian.

Al terminar la sesión, me di cuenta de que por más pesado que fuera, el Muñeco sabía lo suyo.

Mamá dijo:

—Ahora sí somos dueños de una alegría elegante, mis chiquitos.

Y he aquí un ejemplo de lo mejor de Victoria, Vichi, la madre de Fernando, una mujer que nació para ser heredera:

“Quizás el dinero sea un globo en el que te subes y desde arriba ves todo chiquito”.

Su propio hijo dice:

“La fortuna le servía a papá para evadirse y a mi madre, en cambio, para asumirse. Era como si el dinero fuera un caballo y él no quisiera montarse. Mamá, en cambio, galopaba feliz y asertiva, cual jinete despreocupado”.

Dos citas más, para que se les acabe de antojar esta lectura:

“Mi corazón bombeaba sabedor del qué, pero no del cuándo”.

“Escancié mi espíritu en los vertederos del tiempo y ahí estuvo la bronca: el infinito no tiene vuelta en u”.

La novela comienza en un momento en el que “aún había John Lennon en el mundo” y termina un poco después de que el planeta se queda sin ese genio, en un juego cargado de simbolismo. El mundo no es el mismo antes y después de Lennon. Antes y después de tener una cantidad enorme de dinero por la que ni siquiera trabajaste. “¿Y para qué queremos tanto vino, tanto arte, tanto sexo, tantos viajes? ¿Y para qué queremos querer tanto?”

Si Federico Traeger antes dedicaba la mayor parte de su tiempo a idear campañas publicitarias en un país que ya lo expulsaba y al que lamentablemente ahora gobierna un monstruo fascista y naranja, ahora dedica el día entero a construir una nueva y deliciosa vida con su mujer y musa, Mercedes; a compartir tardes y planes con su Palomita; a tratar de transmitir sus experiencias a Leonardo, apoyándolo y, sobre todo, a escribir. A escribir mucho, todo el tiempo. Y la buena noticia es que lo hace muy bien. Lo demostró con Amores adúlteros, lo confirmó con Haz el amor y no la cama y, ahora, con la novela que hoy nos ocupa, lo constata y lo constatamos todos. Por eso no nos queda más que felicitar a este escritor que sí es para siempre y, claro, comprar su libro, leerlo, disfrutarlo y recomendarlo.

 

* Texto leído por su autora en la presentación de la novela el 27 de abril de 2017 en el foro de la librería Gandhi Mauricio Achar.

Beatriz Rivas Cuando todo era para siempre Federico Traeger

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