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¿Cuál es tu para siempre?
Federico Traeger comment 0 Comentarios

Fue un hombre ilustre que murió a principios del siglo veinte. El único personaje trascendente de la familia. El que les dio el apellido. Aparece en los libros de historia. Sus aportaciones al país fueron tan valiosas que hay una calle con su nombre en el centro de la Ciudad de México. Su porte, pintado por el retratista más reconocido de la época, yace entre cajas, escobas, herramientas y una lavadora descompuesta. ¿Por qué? Porque es un pinche vejestorio. Nadie lo quiere colgar. A los tataranietos y, sobre todo a los choznos, les desagrada la idea de los cuadros o las fotos de los ancestros. “No mames, ¿cómo para qué?” Prefieren mil veces un foto-mural de palmeras o de Ricky Martin. Del mismo modo, les causan aversión el bargueño español, el victoriano cozy corner y la cómoda de Boulle; ni se los van a pelear cuando muera mamá. Ya han contactado a un anticuario que les pagará una lana considerable. No es que les falte el dinero. Al contrario. Pero Ikea es útil, práctico, sin pretensiones y no da vergüenza. ¿Y los cubiertos antiguos de Christofle y el juego de té de plata? “Si no se pulen se ponen negros, guácala”. ¿Y el libro de horas de los hermanos Limbourg? “Ni que fuéramos iglesia”. En pocas palabras, esta familia burguesa es nivel hamburguesa. Pero no sólo ellos. La inmensa mayoría de la gente productiva y adinerada hoy en día prefiere lo efímero, lo gris, lo deslavado, lo “desbello”. Las casas se decoran como oficinas. Un comedor moderno parece una sala de juntas. El arte de la conversación está en mutis. Si no cabe en un tuit, no es tema. Los hijos han decidido derrumbar la casa (la falta de cultura arquitectónica se la ha puesto fácil a las inmobiliarias). “¡Pero niños, si este es un monumento histórico!” “Más bien un momento histérico, mami”.

¿Soy yo, o la gente se está volviendo alérgica a recordar? ¿A recordar o a acumular? ¿Por qué el desinterés hacia lo bello? ¿Bello según quién? Las casas y edificios considerados joyas arquitectónicas, están demoliéndose y siendo reemplazadas por enormes búnkeres. La estética parece estarse preparando para un bombardeo. Pero no todo es ignorancia, falta de educación o mal gusto. También hay desilusión, desencanto: las apariencias engañaron por mucho tiempo. Quizá por ello y por la sobrepoblación en la que nos ahogamos, existe una tendencia al minimalismo. A vivir la vida con lo estrictamente necesario. Muchos empresarios jóvenes con enormes salarios han preferido abandonar sus carreras y vivir sencillamente en casas en las que solo caben una cama, una cocineta y un baño. En un par de maletas de mano entran todas sus pertenencias. Lo grandioso para ellos es indeseable. Impensable. ¿Será esto un nuevo “para siempre”?

Los choznos del antepasado célebre cuyo retrato está arrumbado son la generación del olvido. No los culpo, les dejamos un mundo de mierda. Tienen alma de venta de garaje. Y lo que muchos consideran obras de arte, para ellos es basura. El pasado no existe, emocionalmente hablando. ¿O sí? Hace poco pasé por una cafetería en la que se reúnen personas a platicar tardes enteras. Me pareció que estaba asistiendo a un museo. ¿Así de raro se ha vuelto conversar?

El “para siempre” que me tocó era de excesos colindantes con el gusto de los capos del narco. Conocí familias que tenían un león africano en su casa, como si nada. “Ay, Chachita, para qué dejas abierta la reja, el león mató al San Bernardo”. Espejos en los techos. Camas de agua. Era normal salir con una chava que tuviera como mascota un mono araña. El hijo del jefe de la policía era el equivalente en México de lo que fue Uday Hussein en su país. Una mañana, entrando a la prepa, la novia del hijo del mero mero de la tiranía me pidió prestada una pluma. Tenía una en mi coche. Me acompañó, contoneante, rubia y peligrosa. Entró a mi auto y en eso suenan motores y retiembla en sus centros la tierra. “¡Agáchate, si nos ve mi novio te mata!”. Sus guaruras se bajaron en la escuela. Y salieron: “No está, joven”, le reportaron al tirano, cuarentaicincos en mano y éste, de puro berrinche, estampó su coche blindado contra todos los autos estacionados, menos el mío que era un Ford Falcon viejito y sin cara de “madréame”. Estuve a punto de morir “para siempre”. Pero también había un Zipolite eterno, una playa virgen y nudista con hippies de todo el mundo, donde casi me quedé “para siempre”. Yo compraba la mota en el campo militar número uno. Metía mi Ford Falcon hasta el fondo de los cuarteles. Entonces un capitán vendía los guatos. Y, como cosa ultra secreta, vendía también “Pero que nadie se entere, chamaco”, casetes de rock argentino: Sui Generis. Así rasguñábamos las piedras.

Mi “para siempre” se terminó el ocho de diciembre de mil novecientos ochenta. Al morir Lennon, comenzó la cultura del desencanto. ¿Qué le vamos a hacer? La vida sigue, siguió y seguirá y el “para siempre” es de otros. ¿Cuál es el tuyo? ¿Existe? Seguramente mis padres, abuelos y bisabuelos tuvieron el suyo. La eternidad se nos entrega a manos llenas, a veces, si tenemos suerte… y ganas. Soy un sobreviviente de mi inmortalidad. Me tocó lo que me tocó y aquí estoy, no me puedo quejar. Nací y crecí en un entorno que pudiera considerarse como de niño bien. Pero realmente nunca lo fui. Aprovecho para confesar que, más que niño bien, para siempre seré… bien niño.

Cuando todo era para siempre Dinero y literatura Tu para siempre

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