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Carrie, un relato clásico de horror, adolescencia y muerte
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Cuando era niña resultaba más sencillo ver la adaptación al cine de cualquier novela que conseguir el libro que la había inspirado. Tal vez por eso cuando pienso en Carrie no vienen a mi mente las descripciones de la novela de Stephen King –publicada por primera vez en 1973– sino una jovencísima Sissy Spacek con un vestido rosa adherido al cuerpo por sangre que le gotea desde la cabeza, el pelo sucio pegado al rostro y los ojos desorbitados, sea por la incredulidad o un violento trance psíquico. Mientras crecía, otras películas como El resplandor, It o Cementerio de mascotas me enseñaron –siempre a escondidas de mis padres– a presentir ese momento en el que la aparición de lo sobrenatural o lo grotesco trastornaba la realidad, y a asociar esa disrupción con una sensación helada en la base de la espalda o el instinto de cubrirme los ojos. Pero nunca creí que Carrie se tratara de eso, porque para mí Carrie se trataba de algo más incómodo, más difícil de presenciar y explicar.

En Chamberlain, una pequeña población de Maine –como en tantas otras historias de Stephen King–, Carrie White tiene su primera regla en las regaderas del colegio. Desnuda y segura de que se desangra, grita aterrada, mientras las chicas de su clase le tiran tampones y chillan “Que lo tape, que lo tape, que lo tape”, refiriéndose a la zona entre sus piernas. En esa escena, que ya reúne cuerpos de adolescentes a medio vestir y ríos de sangre menstrual, el verdadero elemento perturbador es esa adolescente un poco gorda y cubierta de granos a la que el narrador tunde con adjetivos desfavorecedores –bovina, flácida, quejumbrosa, repugnante– como para justificar el odio, el asco y la lástima que provoca en quienes la atormentan. El problema es que ninguna de ellas sabe que Carrie White tiene poderes y que lleva varios años cultivando una rabia contra todos aquellos que se han reído de ella, una rabia capaz de devastar todo.

Ésta fue la escena que captó la imaginación de Stephen King a los veinte años de edad –según relata en Mientras escribo– el verano en que trabajaba como conserje en los vestidores femeninos del instituto de Brunswick, y la que volvió a su mente años después, cuando, intentando apuntalar esa idea, se topó con otra: una hipótesis leída en un artículo de Life sobre que ciertos fenómenos de telequinesis se manifestaban en niñas al inicio de la adolescencia, cuando tenían su primer periodo. ¡Eso era! El desconcierto de su protagonista ante el sangrado y la crisis nerviosa causada por las risas abrirían la puerta de su potencial telequinético. ¿Pero cómo abordar esa vida secreta de las adolescentes sin sonar falso? El universo femenino, lleno de mecanismos y motivaciones que no alcanzaba a comprender de manera profunda lo inquietaba al punto de la parálisis ante el papel: ¿podría Carrie llegar a los diecisiete años de edad sin saber en qué consistía el periodo? ¿Qué busca obtener Sue Snell, la más popular del colegio, cuando obliga a su novio a llevar a Carrie al baile? ¿Qué clase de odio lleva a una malcriada como Chris Hagersen a pedirle a Billy Nolan que asesine cerdos para reunir su sangre y verterla sobre Carrie en la noche del baile? No había respuesta que pudiera narrarse en un cuento breve para una revista, así que el primer borrador de tres páginas pronto terminó en la basura. De ahí lo rescató Tabby, su esposa, para obligarlo a terminar y publicarlo –tal vez el rescate más afortunado de la literatura, considerando que Carrie se convirtió en un éxito de ventas instantáneo y en una fábula de la cultura pop cuya frescura sigue intacta cuarenta años después.

Por cierto, todo el acoso escolar, pubertad incómoda y poderes paranormales no podrían conducir por sí mismos a un desenlace tan delirante como el que convirtió a esta novela en un clásico del terror sin la estremecedora presencia de Margaret White, la extremadamente religiosa madre de Carrie, para quien la primera menstruación de su hija es una confirmación de que ha cedido a la perversidad. Para Margaret, la única manera de afrontar la amenaza del deseo es borrar todo rastro de belleza, de higiene incluso, y negar las formas del cuerpo femenino. Por ello, durante los primeros capítulos se impone con virulencia sobre su hija, torturándola con frenéticas salmodias, cristos penitentes y castigos que buscan purgar su propio pecado de haberla concebido y frenar la fortaleza telequinética de Carrie.

Entonces son dos las fuerzas que estrechan el cerco en torno a la protagonista durante la semana que sigue al episodio en las regaderas: mientras el plan de venganza de Chris Hagersen y Billy Nolan se consolida, Margaret se convence de que el cada vez mayor poder sobrenatural de su hija y su nueva resistencia a reconocer sus pecados son una misma manifestación de lo maligno. Pero Carrie sólo puede prestar atención a su deseo, cada vez más fuerte, de ser aceptada y a la noción de que nada de lo que le ocurre –la transformación de su cuerpo, la iniquidad de sus compañeros– es culpa suya. Un conjunto de intuiciones amorfas e innombrables, como las de cualquier adolescente que descubre por primera vez su sexualidad, su identidad y su lugar en el mundo, pero suficientemente definidas para permitirle afirmar el control de su mente sobre la materia a su alrededor.

La tragedia es inevitable, pero sólo alcanza tales proporciones porque, en su búsqueda de expiación por lo sucedido en las regaderas, Sue Snell no vislumbra lo profundas que son las raíces de aquello que ha convertido a Carrie en una paria. Tan profundas que el lector sólo logra reconstruir toda la historia a partir de los documentos recuperados, testimonios variados y partes policiales que acompañan la narración, y que dan cuenta no sólo de la herencia sobrenatural que se transmite entre las mujeres de la familia de Carrie, sino también de las manifestaciones tempranas de su potencial destructivo e incluso del extraño arreglo sin intimidad sexual supuestamente mantenido por sus padres. Aquí también descubrimos esa idea recurrente entre sus compañeros –los que llegan a la edad adulta– de que no hacían daño alguno al reírse de ella, “Resultaba tan estrafalario”, recuerda una de las sobrevivientes, “No pudimos evitarlo. Era una de esas situaciones en las que o una se ríe o se vuelve loca […] De modo que no había nada más que hacer. Se trataba de reír o llorar, ¿y quién iba a llorar por Carrie después de todos esos años?”

En su ensayo Danse Macabre, al hablar de la adaptación de 1976 de Brian de Palma, Stephen King reflexiona sobre el énfasis que la película pone en aquello que separa el humor de la violencia:

sentimos un odio desenfocado y vacío, la venganza casi improvisada contra una chica que trata de alzarse sobre su estatus. […] Sospechamos que esa jocosidad es peligrosa; detrás de ella acecha la sonrisa avergonzada que se transforma en un rictus […] Sobre todo, ahí está el balde con sangre de cerdo, colocado encima del sitio donde Carrie y Tommy serán coronados… esperando por su momento.

Cuando el balde finalmente cae sobre Carrie, todos en la escuela se han burlado tanto de ella que nadie espera algún suceso extraordinario. Excepto que ocurre: ella ha dejado de tener miedo y por primera vez tiene completo dominio sobre su telequinesis. No hay nadie capaz de compadecerla, así que tampoco hay nada que le impida entregarse al rencor, a la venganza ni, por supuesto, al deseo de muerte.

Tal vez ésa sea la razón del perenne éxito de Carrie. Porque sin importar en qué década se lea o se adapte al cine, la pantanosa experiencia de la preparatoria apenas ha variado desde 1973: el sistema de clases está más vivo que nunca, el rechazo feroz a lo diferente pervive y los peligros de una sexualidad mal comprendida nunca han tenido mayor exposición como en esta era de pantallas. En esta extraña y triste época de intolerancia y discursos de odio, ¿puede haber algo más aterrador que Carrie cubierta de sangre, crispada de poder y sonriente ante la destrucción de quienes la han humillado? ¿De qué otra cosa puede hablarnos esta historia sino de los rincones más terribles, más vulnerables y más silenciados de nuestra naturaleza?

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