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Así es como pierdes
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

Cuando era niño, todo mundo me decía que era igualito a mi hermano. Cuando era adolescente, igual que Junot en Así es cómo la pierdes, todas las mujeres que me gustaban querían salir con mi versión seis años mayor. Una de ellas fue mi primera novia, quien dijo que preferiría salir con él y quién me decía que tal vez debía cortar conmigo para reunirnos seis años y medio después, cuando lo reflejara mejor. Así empezó mi vida amorosa, en competencia eterna con alguien a quién había visto yo desnudo desde la infancia y con quien compartía litera.

Tardé varios años en poder deshacerme de esto, aunque jamás lo logré por completo: las mujeres que me interesaban –que casi siempre han sido mayores que yo–, cuando se enteraban de su existencia, me pedían que se los presentase. Casual, pues. Nunca lo hice.

Mi vida amorosa, por otro lado, casi siempre ha sido un desastre. A diferencia de Junot, a mí rara vez se me materializa nada y yo las pierdo antes de siquiera tenerlas y nunca había perdido una ante mi hermano. Ante mi propia indecisión y estupidez sí, pero no ante él.

Supongo que de relatos amorosos y fraternales podría yo sacar un libro completo. Imagino que sería muy distinto en historias pero no en temáticas (mi hermano no murió de cáncer, pero sí nos mudamos de ciudad; mi hermano no cogía en mi presencia, pero sí me pedía que le vaciara la casa para hacerlo con su novia). Si en algo deben parecerse las anécdotas fraternales y románticas es que en todas ellas hay siempre un dejo de amor, odio y tragedia; jamás podríamos definirnos del todo por una de ellas.

Hace unas semanas volvieron a converger estos problemas, y mi historia amorosa (aunque ya casi muerta con esa mujer) y la fraternal se volvieron a juntar.

Mi hermano, por azares del destino, conoció a una amiga mía con quien yo alguna vez tuve intenciones de cochar, como dice Junot, y tener alguna relación seria. Jamás se me hizo. Era (es) casi imposible concertar una cita con ella y lo más que logré en el plano físico fue besarnos torpemente en su carro mientras yo intentaba desnudarla y ella se resistía a ir más allá. Al menos logré zafarle el sostén y manosearle, no sé si bien, el pecho; ella ni siquiera me metió mano. Poco después di el asunto por muerto y dejé de intentar sacarla a pasear con intentos románticos, algo que de todos modos sólo lograba una vez cada mil meses y que nunca pasaba a mayores.

Dos años más tarde me entero que esta mujer duerme en el departamento de mi hermano, el que se parece tanto a mí pero no es un niño, como dice ella, que es apenas año y medio mayor que yo, de mí.

Esto, claramente, no me hace muy feliz y uno espera que mutuamente se hagan mierda (aunque no realmente). ¿Qué puede hacer uno sino aceptar que el enojo es irracional porque de todos modos entre ella y yo nunca hubo nada, porque supuestamente ellas es mi amiga y él mi hermano y supuestamente les tengo cariño? Así son las historias fraternales y amorosas.

Extrañamente, enterarme de esta nueva relación coincidió con que empezara a leer Así es como la pierdes, lo que convirtió el libro en un pequeño refugio a mitad de la tormenta de nieve que se desató. No, no soy dominicano ni vivo en un país distinto al propio, pero sí tengo historias amorosas que han fracasado y un hermano con el cual, aparentemente, nunca dejaré de competir en el ámbito amoroso. Ni hablar.

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