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Antecedentes italianos, a propósito de una lectura de La invención ocasional de Elena Ferrante
Karina Sosa comment 2 Comentarios

a)
Sueño que estoy en Venecia. Estoy mirando cómo cae la tarde. Empezó el carnaval y hay algunas mujeres con pelucas blancas y vestidos de terciopelo. Hace calor, y me tomo el tercer bellini del día. Pienso en los duraznos licuados con el prosecco. En el canal una góndola se balancea. Pienso en que nunca me había gustado Chet Baker ni Miles Davis hasta que hice una selección de música para mi primer viaje sola. Pienso en el viaje de Goethe, tenía más de treinta y cinco años. Pienso en hombres de siglos pasados que realizan sus Kavalierstours, para descubrir que el mundo siempre ha estado cubierto de una pátina de agua, tragedias y guerras: quizás se trate del deseo.
Mi viaje no tiene nada que ver con un tour juvenil. Voy a lugares donde intento escapar de los turistas. Hablo con los vendedores de boletos, con las meseras, con gente a la que le gustan mis aretes… casi siempre estoy revisando una guía que mi casera me regaló para perderme en Roma; tiene mapas. También compré una para Venecia, esa en español, y una más para Florencia.
Leo, llevo libros en español e italiano. En la estación compré un libro de Elena Ferrante. Pienso que traducir es convertir nuestros pensamientos a través de palabras de otros.
Pienso en mis primeras veces: la primera vez en un país en el que hace frío. La primera vez contemplando Capri, tumbada en la arena. Bebiendo limonecello y escuchando a Rita Pavone. Quisiera estar enamorada y sufrirlo todo. Estás en el Tirreno, toda la melancolía y los caprichos del desamor aquí tienen sustento. Me dice una voz interior, mientras me pongo un pareo de gasa azul y paso las páginas del libro. A veces quisiera fumar. Estar enamorada por primera vez, hasta el tuétano. Como en una novela rosa.
Eso es: por eso apunto todo en mi diario. Pienso que Elena Ferrante escribe solamente novelas rosas, en las que de fondo suena la voz de un cantante de los años cincuenta. Pero no.

Hoy me duelen los huesos y no estoy en Capri bebiendo daikiris, ni nada. Estoy en una cafetería romana, leyendo los breves ensayos de Elena Ferrante y me siento como ella. Pienso que yo pude haber escrito todas esas notas. Quizás no todas, pues no soy madre y no entiendo esa sensación de complicidad con los hijos. Tampoco fumo, pero desearía hacerlo, como ella, o como un personaje de Wes Anderson: Margo Tenembaum, la niña que a los doce años fuma, y pierde un dedo de manera misteriosa, escribe, y tiene una vida tristísima.


Eso es: en Roma, en toda Italia, el agua no cesa de brotar como sangre que lo cubre todo… sangre y deseos. Es el agua la que nos excita, agua frotada contra las piedras. Por eso la melancolía napolitana en las historias de Ferrante. Por eso el misterio y el secreto. Nápoles es otro mundo. Ve y encuentra eso que llevas años buscando: encuentra ese fango del que está constituido el mundo, como decía Leopardi. Lo digo para mí, pero lo escribe algún fantasma que vive en mí.
b)
Elena Ferrante es un zapatero, es un editor italiano. Elena Ferrante como William Shakespeare es un grupo de personas que escriben sin querer figurar, quizás como broma o como impulso.
Pienso en Dadá. Pienso en Duchamp. Pienso en la marquesa Luisa Casati posando para Man Ray (la fotografía fue un error, pero Casati amó ese error), pienso en Peggy Guggenheim tomando el sol en el Palazzo Venier dei Leoni.
¿Por qué ese afán por desaparecer? Pienso en los fantasmas literarios. Existen personajes que hacen ciertos movimientos, como el aleteo de una polilla en nuestras narices, y luego desaparecen.
Dos amigas, la saga de Elena Ferrante, intenta acercar al lector a la vida íntima y los sentimientos de Lenú y Lila, protagonistas, y quizás también antagonistas de dos espejos, y a pensar en cómo van construyendo sus vidas y las van atando como nudos pequeñísimos que alguien (Dios, el destino, los sobrevivientes o los lectores) tendrá que desenredar.
La historia parte de la ausencia, de la búsqueda. Un enigma y los secretos. En su libro de ensayos o columnas, la autora se confiesa como una escritora de ficción. Dice que escribir ficción es, de alguna manera, estar a salvo de otras miradas, una manera de construir la intimidad como una casa. Escribir para borrar nuestro paso por el mundo.

La amistad narrada en La amiga estupenda es una incitación al silencio, a revisar la infancia que no es la conocida por nuestros padres, o nuestros hermanos: un pacto que a veces compartimos con ciertas almas.
Quizás sí existe un alma gemela pero luego esa sensación se desvanece en el tiempo, se extingue. Quizás queda en el tiempo diluida como pequeñas partículas la sensación del amor.
Al leer a Elena se entra a una casa oculta en la que esas partículas flotan y nos empapan de la tristeza, de la melancolía de sabernos devastados después de la guerra. Pienso si el temperamento italiano está presente en la literatura de Ferrante. Ella dice que no, yo pienso que sí mientras paseo en una plaza en Nápoles. Busco a un muerto, por eso estoy aquí. Como el personaje femenino de una novela que habla de tiempos de penuria, como un personaje de un libro. Pienso en ello para tener consuelo.
¿Qué es la identidad? ¿Qué es ser mexicana o italiana o japonés en la literatura? ¿Y si en realidad Elena Ferrante vive en Jalisco? Más allá de eso: las historias de la escritora que se cree nació en Nápoles y cuya incierta fotografía la muestra algo parecida a Iris Murdoch, o a Natalia Ginzburg pero distinta de Clarice Lispector o de mi amada Elfriede Jelinek, han quedado en la memoria de sus lectores que abrevan en una nostalgia dual: existe y no. Existe en sus libros. Fuera de ellos el mundo es el mismo; lleno de miedo, de necesidades, de hambre, de deseos y sueños.
Estos días en que todo está en pausa, releo los libros que compré en mi viaje por Italia, justo antes de esta crisis, de esta pausa. Releo a Elena Ferrante pero ahora en español.
La invención ocasional me hace llorar, por su brevedad. Porque toda la añoranza de un viaje por Italia cuyos parques, museos, fuentes, calles, están en silencio me hace llorar y me hace sentir nostalgia por una amiga desconocida que surge a través de los libros.
Conocí a Elena Ferrante en Napoli, mientras comía un helado y luego fumaba y buscaba la tumba de Leopardi y llevaba conmigo una Polaroid y una piedra y una flor marchita para pensar en el mundo desquebrajado.
La conocí a través de sus páginas y me hizo creer que estaba en Capri escuchando a Rita Pavone, fumando y bailando y teniendo el cabello rubio y corto…
Todo procede de la nostalgia.

Elena Ferrante Ficción La invención ocasional

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