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Amigos muertos
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JuanGabrielVazquez

A Eusebio Ruvalcaba, por enseñarme que la muerte y la memoria son ejercicios de la imaginación.

 

Christian. Sus rastas eran tan largas como memorables. Las paseaba orgulloso por toda la escuela, y junto a su relajada actitud le valieron el mote de Hermano Rasta. Ya fuera ponchando un toque o bebiendo una cerveza, siempre portó una sonrisa en su rostro. Jamás descuidó la escuela; al contrario, su promedio lo colocaba entre los mejores de su generación. Pero sufría de amores. Amaba apasionadamente y con entrega: tal era la generosidad de su alma. Como no conocía el desapego, las amaba siempre harto tiempo después de que a ellas les valiera apenas menos que un comino. Un día no pudo más. Acababa de terminar con una novia exquisita que era, como todas las anteriores, el mundo para él. Tomó un arma y, mientras sus padres dormían, metió el cañón en su boca y disparó.

Javier. Oriundo de Ciudad Azteca, payaso y trotamundos. Fácilmente se convertía en el centro de atención dondequiera que se aparecía. Su desfachatez y arrojo no tenían igual, como tampoco lo tenía su manera de beber. Vivía del semáforo, adonde acudía religiosamente, convencido de que el arte del malabar era tan saludable para él como para el espíritu de sus espectadores. Llevaba su arte donde lo llamara la fiesta, y recorrió con él buena parte del país. Mujeriego empedernido, allí donde ponía el ojo ponía la bala. Pero llegó el día en que se enamoró, de la mujer que lo acompañó hasta el final de sus días. Una noche de fiesta, en Tepotzotlán, a su mejor amigo y a él se les ocurrió seguir la pachanga en Guanajuato. Volcaron el auto en la autopista. Javier quedó paralizado de la cintura hacia abajo y cayó en la más terrible de las depresiones. Perdió las ganas de vivir, y con ellas la risa y decenas de kilos. Murió dormido, dos semanas después de su cumpleaños.

José. Michoacano de corazón, pero chilango por necesidad, vivía para su madre. Siempre intentó demostrarle que pese a su desmesurado consumo de alcohol y mariguana era un hombre de bien. Y vaya que se esforzó. Becado toda la vida, no se conformó con estudiar filosofía, sino que optó por tomar también (casi al mismo tiempo) la carrera de diseño gráfico. Leía hasta por las orejas y hablaba hasta por los codos. Peleonero y bravucón, no pocas veces se vio metido en líos por una mirada desafiante, o ante la amenaza imaginaria de un compañero de copas. Pero sobre todo ante los embates rivales en la cancha de futbol; su defensa era tan temible como impenetrable: pasar a través de ella podía costarte la pierna. Un día, después del trabajo, volvía a casa de su madre. En la esquina encontró a su dealer, quien junto a otro amigo suyo compartía una caguama. Se sentó a relajarse un rato cuando una moto se detuvo frente a ellos. Los ocupantes dispararon hasta vaciarles dos cartuchos de automática. Una bala en el pecho y otra en el vientre lo desangraron a muerte camino al hospital.

Ricardo. Todo lo que pueda yo decir sobre él es vano. La verdadera historia, si alguien la conoce, está ya entre las páginas de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez. En la novela, Antonio Yammara, joven profesor de derecho, emprende una búsqueda para comprender quién fue en vida Ricardo Laverde, la sombra de un amigo, asesinado junto a él en el mismo incidente que le dejó profundas cicatrices en el vientre, sí, pero emocionalmente aún más profundas. Quien esto escribe, en cambio, sólo puede hacer lo propio con sus sombras personales, y esperar que el recuerdo alivie el escozor de las cicatrices.

 

Por David Velázquez

Reseña de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, Alfaguara, 2011.


 

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